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En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el

que cree en él no perezca, sino que tenga ida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,

sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no

ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron

la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz,

para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus

obras están hechas según Dios". Dios no pudo amarnos más. ¿Tiene Dios para darnos algo mayor, mejor, después

de haberse dado a sí mismo en lo más entrañable para un Padre, que su Hijo único? ¡Cuánto tendríamos que reparar

en ello, para sentirlo y creerlo de verdad! Jesús continúa hablándonos del amor del Padre. Precisamente, el Padre

no envió a su Hijo al mundo, para condenarlo, sino para salvarlo. El acontecimiento de la Encarnación es la máxima

prueba de que Dios ama y quiere salvar al mundo. Esta oferta de salvación ha de ser aceptada por la fe. Lo contrario

equivaldría a la auto-exclusión de la vida. El rechazo del plan de salvación de Dios significa preferir las tinieblas a la

luz. Jesús se manifestó a sí mismo como la luz del mundo. El que le sigue no camina en tinieblas. Señor Jesús, que

nos dejemos iluminar por tu luz.